Entre las cosas que más enojan a los ciudadanos se encuentra, sin duda, la burocracia. Su lentitud, su poca flexibilidad, su maquinal indiferencia. Uno, cualquiera de nosotros, llega fácilmente a la conclusión de que los servicios públicos, desde los juzgados hasta Hacienda, pasando por cualquier instancia municipal, se hallan al borde del colapso. Por no hablar de la escuela o, sobre todo, de la sanidad. Vivimos en una sociedad, la catalana, la española, en que aparentemente ninguna, o muy pocas cosas, funcionan como debieran. Nada parece fluir normalmente. No solo eso, sino que el absurdo kafkiano o valleinclanesco perdura indestructible, y resulta que en el ambulatorio nunca cogen el teléfono o en urgencias pueden perfectamente pasar tres horas o más sin que nadie se apiade de usted.
La burocracia española actual es una continuación de la franquista, por lo que, por ejemplo, disponemos de una justicia que no es del siglo XXI y ni siquiera del XX. En cuanto a la catalana, el pujolismo, en la que constituye una de sus peores equivocaciones, fue incapaz de innovar y simplemente copió la forma y el fondo de la administración española. La calcó. ¡Qué oportunidad perdida!
Precisamente, el elemento más revolucionario, subversivo, de la agenda de Salvador Illa -no hay muchos más- es cambiar todo eso. Lo de la Generalitat es algo que clama al cielo, pues, como sucede con toda burocracia, si nada se hace, tiende a la expansión infinita y, al mismo tiempo, a la completa parálisis. Es un fenómeno ineluctable, casi geológico. El tiempo, la inercia, empeora las cosas, no las mejora. Si no se lucha denodadamente para impedirlo, las organizaciones humanas se oxidan y anquilosan. Pero resulta que en el sector público confluyen dos circunstancias -inherentes a su condición- que hacen las cosas mucho peores.
La primera es que la titularidad pública provoca que nadie -a no ser que sea un héroe o un iluminado-, siente aquel departamento, área, negociado o lo que sea como ‘propio’. Al ser de todos, tristemente acaba siendo de nadie. No hay ningún incentivo a favor de una mayor responsabilidad y ambición. Al revés: todo se conjura para lo contrario. Además, por ejemplo, nadie quiere enfrentarse a los que fueron o volverán a ser sus compañeros. Pensemos en el caso de un instituto: ¿cómo te vas a pelear con el que ayer fue tu igual y mañana puede ser tu jefe?
En segundo lugar, está la granítica seguridad laboral de que disfruta el funcionario. Raramente deja su puesto en la administración para irse a la empresa privada, aunque sea con mejor salario. La rotación es bajísima y, si alguien se mueve, es para acceder a una posición mejor pero dentro de administración. Además, resulta prácticamente imposible echar a nadie. O ascender al que se lo merece. O castigar al que igualmente se lo merece. Eso invita a cualquier persona, por normal que sea, a: a) hacer lo literalmente imprescindible y b) huir como gato escaldado de toda complicación o problema. Funciona así, con todas las excepciones que se quiera, que, por suerte, las hay.
Si es tan evidente, tan claro ¿por qué no se hace nada? La razón es sencilla de entender. Nadie quiere enfrentarse al enorme poder de los funcionarios y sus sindicatos. Los políticos saben que se trata de un empeño casi suicida, de una temeridad que tiene muchos números para desembocar en un severo desastre. ¿Recuerdan el tremendo jaleo que organizaron los altos cargos de la Generalitat -los que más mandan y más cobran- cuando, en enero, el bueno de Albert Dalmau, conseller de Presidència, les conminó a trabajar en el despacho y no desde casa?
Salvador Illa anunció tiempo atrás su intención de reducir la burocracia. El pasado lunes 3 de noviembre quiso formalizar su compromiso con la presentación de la hoja de ruta de la reforma. La han elaborado un extenso grupo de expertos bajo la batuta del catedrático Carles Ramió. Sus setecientas páginas prescriben cincuenta medidas concretas. Le deseo toda la suerte del mundo al president, pero me temo que no lo va a conseguir. O lo va a conseguir muy a medias. Porque los funcionarios y los sindicatos van a oponerse con uñas y dientes, dramáticamente, a todo lo que les perjudique -no a lo otro- o, simplemente, suponga un cambio. Y porque los demás partidos van a caer en la cínica tentación de aliarse con ellos para hacer que la tentativa, la revolución de Illa, acabe exactamente en nada.
