Lo que une a los matrimonios más que cualquier otra cosa son las hipotecas. Y precisamente las hipotecas han hecho que el divorcio no se haya sustanciado, no se haya producido del todo. El marido, una vez que la esposa, tras muchos avisos, dijo hasta aquí hemos llegado, ha prometido cambiar. Al principio, Pedro Sánchez se hizo el longuis y aparentó no entender los reproches. Mano tendida, repetía, como si fuera medio zombi. Luego, la semana pasada, corrió a que le entrevistaran –en RAC1, en TVE– para reconocer que, efectivamente, como denunciaba Junts per Catalunya, no había cumplido sus promesas e incluso habló del «conflicto político» entre Catalunya y el Estado (¿no habíamos quedado que gracias a él y al bueno de Salvador Illa Catalunya era un paraíso de normalidad?). Proclamó, en definitiva, aquello tan juancarlista de: «Lo siento; no volverá a ocurrir». Aprobó, a modo de prenda, el real decreto sobre las inversiones de los ayuntamientos y el aplazamiento del control digital de las facturas, como deseaba Junts. Luego daría luz verde a endurecer las penas de los reincidentes, también para demostrar a los de Carles Puigdemont que esta vez va en serio.
Sánchez quiere seguir, siempre quiere seguir. Avanzar. Y le conviene. Se encuentra asediado por las acusaciones de corrupción dirigidas contra su entorno político y familiar. Además, queda por ver si el llamado caso Koldo, que involucra a José Luis Ábalos y Santos Cerdán, acabará arrastrando al PSOE. La condena contra el fiscal general ha sido un buen golpe. Por si fuera poco, es escandaloso que un partido que se las da de súperfeminista actúe negligentemente ante denuncias de acoso sexual, como ha sucedido con las que apuntan a Paco Salazar. A Sánchez se le multiplican los problemas más deprisa de lo que es capaz de resolverlos. Que Junts en el Congreso le empezara a tumbar cruelmente votaciones hizo daño al presidente español, hasta el extremo de optar –pese a las dudas en su equipo– por pedir perdón e implorar otra oportunidad. No podía, la carga era demasiado pesada, arrastrar, además, a un Congreso bloqueado, totalmente estéril. Sánchez es un amante de la adrenalina y un adicto a la esperanza, entregado a la idea de que siempre llega el amanecer, con fe en que todo va a salir bien.
Junts, que es como decir Puigdemont, rompió pública y dramáticamente con Sánchez. A lo Pimpinela: «Por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa / Y pega la vuelta / Jamás te pude comprender» … Si Sánchez debe seguir por fuerza transitando por la maroma, la hipoteca de Junts se llama amnistía. Puigdemont está harto de vivir fuera de casa. Paralelamente, en su partido, en parte por esa lejanía del líder, cunde la desorientación, que cada vez resulta más evidente. Mientras no se consume la amnistía, Puigdemont necesita a Sánchez en la Moncloa. Seguir bloqueando el Congreso, asimismo, no supone beneficio tangible alguno. Es mucho mejor el intercambio de favores, pues permite a los de Puigdemont mantener el protagonismo y demostrar que son útiles. Máxime cuando el Parlament vive una de sus etapas históricas de mayor sosería y mansedumbre y la tremenda ola de Aliança Catalana amenaza, imparable, con barrer a Junts en Catalunya.
Por su parte, Alberto Núñez Feijóo no desaprovechó los líos de pareja de Junts con Sánchez para ponerse en ridículo ante los empresarios de Foment, cuando les pidió que por favor hablaran con los independentistas para que le ayudaran a derribar a Sánchez. Como si Junts, y en realidad todo el catalanismo, no supiera qué significa abrir la puerta a un gobierno del PP con Vox. En la otra orilla del Misisipí, Esquerra Republicana –Junqueras, Rufián, etc.– evidenciaba su incomodidad por los agasajos y los presentes de Sánchez a Junts, en pos de la reconciliación. ERC debería practicar más el bello arte de mantener la flema y el aplomo, e intentar de paso sacudirse el complejo de pagafantas, con el que a base de un empeño ha logrado cargarles Junts. Los republicanos deben mantener su agenda, que pasa mayormente por conseguir una nueva financiación para Catalunya, y olvidarse de cotillear como vecinas cascarrabias sobre lo que hace o deja de hacer Puigdemont.
