Tras la máscara de Sánchez

Los cambios que Pedro Sánchez ha realizado en su Gobierno responden a explicaciones diversas, pero tienen un único objetivo, que no es otro que generar una inercia favorable que le lleve a ganar las próximas elecciones, previstas para 2023. El detonante, o el mayor de ellos, la victoria apabullante de Díaz Ayuso en las elecciones en la Comunidad de Madrid, en las que el PP obtuvo 64 diputados, mientras el PSOE se despeñaba hasta los 24. El susto y el consiguiente pavor fueron tremendos.

Así es que Sánchez decidió feminizar más el Ejecutivo, apartar a aquellos ministros que hacían que los mecanismos internos rechinaran y borrar de la foto a la mayoría de los que se habían convertido en blanco de las derechas y su desaforado pim-pam-pum (optó por mantener en su puesto a Grande-Marlaska). En cuarto lugar: demostrar que él es el PSOE, todo el PSOE, y que todo el PSOE es él; o sea: dar un sonoro aldabonazo tras la agotadora lucha con Susana Díaz, caída en las primarias del PSOE andaluz de junio.

A Sánchez le hubiera gustado modelar también a su antojo el resto del Gobierno y sacarse de encima algún ministro podemita, cosa a la que los morados se negaron en redondo. A pesar de ello, que Pablo Iglesias ya no forme parte del Ejecutivo seguramente compensa el frustrado anhelo.

Hasta aquí el qué y el por qué. Pero en este episodio también es importante el cómo, al menos a mi juicio. La forma de proceder, vertiginosa, sorpresiva, sin dar apenas explicaciones a los afectados y sin considerar en absoluto la amistad o como mínimo el aprecio que -en teoría- le unía a varios de los sacrificados, tiene, si alguno, pocos precedentes en la democracia española.

Son muchos los que han elogiado esa manera de proceder, y se han repetido un puñado de frases hechas, como que en política no hay amigos: que para triunfar hay que ser un ‘killer’, o que, al fin y al cabo, la política no es más que el comercio de los hombres.

En su conferencia ‘La política y el arte de actuar’, de 2001, publicada en catalán por la editorial La Campana, el dramaturgo Arthur Miller constata que, cuanto más te acercas a cualquier forma de poder, más teatro te ves obligado a hacer. Seguidamente Miller plantea, perspicaz: “La cuestión es: ¿hasta qué punto?”. Nadie puede encarnar permanentemente un personaje que le resulte absolutamente ajeno. Es más, nadie que dirija una empresa o un gobierno -sean grandes o pequeños- puede hacerlo en una forma que choque o se aleje mucho de cómo él o ella es ‘en realidad’.

Precisamente por eso, la forma tajante y despiadada -si me lo permiten- exhibida por el político Sánchez nos da pistas sobre la persona Sánchez. Y hablar de ‘la persona Sánchez’ significa interrogarnos sobre cuál es el carácter, la personalidad, sus valores profundos. Es bien conocida su demostrada y férrea habilidad para resistir, de la cual él mismo se enorgullece. No puedo dejar de preguntarme, considerando lo que hemos visto, si, junto con su propia y exclusiva supervivencia, tras la máscara de Sánchez palpita efectivamente alguna cosa más.

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