Ni el peor de sus enemigos puede negar que Donald Trump es un tipo disruptivo, incluso revolucionario, en la manera de hacer política. Lo fue ya en su primer mandato, pero lo está siendo mucho más ahora. Algunos observadores han apuntado a la ‘teoría del loco’, un concepto inspirado por la figura de Richard Nixon, para intentar dar sentido al comportamiento trumpiano. La teoría del loco nos advierte del poder que gana aquel que consigue que su interlocutor crea que es capaz de cualquier cosa. Que no está sujeto al cálculo racional de ganancias y pérdidas. Que todo le importa un pepino. Tener a alguien así delante, máxime si es tan poderoso como el presidente de EEUU, resulta muy intimidatorio, incluso apabullante. Tal vez eso explique la actitud timorata de la muy cartesiana Von der Leyen. Al creer la presidenta de la Comisión Europea que el estadounidense es perfectamente capaz de tomar decisiones absurdas, de cualquier disparate, ella sintió que su responsabilidad era salvar los muebles, evitar una catástrofe arancelaria. Por eso se plantó, aceptó en el justo instante en que el resultado le pareció tolerable, es decir, que no suponía una derrota en toda regla.