El incierto final de las guerras

Al llegar a la Moncloa en el 2004, lo primero que hizo José Luis Rodríguez Zapatero fue mandar retirada de Irak. España se largó de golpe y sin avisar a nadie. Dejó tirados allí a los americanos y a una buena ristra de países amigos. Una de las bazas que más a fondo había jugado el líder socialista antes de las elecciones fue el rechazo a la guerra de Irak, pero lo cierto es que nadie esperaba algo tan fulminante. Sobre la decisión de abandonar Irak podrá opinarse lo que se quiera (personalmente, como la inmensa mayoría, nunca vi claro ese ataque). Sobre la manera de hacerlo, no: fue desastrosa. Desastrosa y de un desinhibido populismo. Sin embargo, largos y sonoros resultaron los aplausos, al menos en España. Las críticas fueron acalladas.



Siete años más tarde, Zapatero ha rectificado en casi todo. Los soldados españoles siguen en Afganistán, la otra guerra de George Bush, y, según ha declarado reciente y ardorosamente, allí seguirán mientras haga falta. Y España se acaba de apuntar al ataque contra Muamar Gadafi. Zapatero, el otrora adalid de la paz en el mundo, ha asumido a fondo no solo el concepto de guerra justa sino también el de injerencia humanitaria : «Me siento orgulloso de haber dicho no a la guerra de Irak y sí a la paz en el Líbano». Pero ¿son diferentes uno y otro conflicto? En algunos aspectos, sí; en otros, no tanto.


No obstante lo dicho hasta ahora, Zapatero tiene todo mi apoyo en su decisión de intervenir en Libia. La tiene aunque no adoptó una posición valiente hasta que Barack Obama dio un paso al frente. Que existan toneladas de dictadores en el mundo –muchos aliados de Occidente–, que existan obvios intereses petrolíferos y geoestratégicos en juego, etcétera, no empaña de ningún modo las razones para ayudar a los rebeldes y, si se puede y se tercia, se anuncie o no, derrocar al Nerón de Trípoli.


En cuanto a los efectos en el cocido político español de la guerra libia, no parece, al menos hoy por hoy, que el conflicto vaya a convertirse en un elemento determinante de aquí a las elecciones del 2012. Pese a ello, no es descartable que Zapatero, contra lo que algunos le reclaman, opte por no desvelar su futuro y espere a ver si se producen cambios que hagan renacer la esperanza de un triunfo. Si el líder del PSOE no repitiera como presidenciable, como muchos dan por sentado, la sucesión debería recaer, dicta la lógica, en Alfredo Pérez Rubalcaba. A no ser que Carme Chacón –por su parte, ministra de Defensa– decidiera apostar su prometedor futuro y forzara unas primarias, un trance al que no desea someterse el vicepresidente. A Rubalcaba no le gustan las primarias y es consciente de que no le convienen: este tipo de cosas uno sabe cómo empiezan pero no cómo terminan. Exactamente igual que ocurre con las guerras, vaya.
 

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