Impedir la fractura

Una de las características definitorias del catalanismo o nacionalismo es su obsesión por la convivencia, por la cohesión civil, es decir, por evitar la fractura entre aquellos que se sienten más catalanes que españoles y los que se sienten más españoles que catalanes. « Catalunya, un sol poble », fue uno de los lemas más felices de la transición. El pujolismo y la izquierda fueron siempre conscientes de que la convivencia es sagrada, y eso ha hecho que a lo largo del tiempo los conflictos hayan sido mínimos. El modelo catalán ha sido y es, en ese sentido, ejemplar.
Hoy no son pocos los que desde el unionismo españolista advierten sobre la fractura de la sociedad catalana. Culpan de ello, curiosamente, al catalanismo o nacionalismo. Es imposible no advertir en esas admoniciones el deseo latente de que eso suceda. Los que no quieren que los catalanes puedan decidir su futuro saben que la división interna en clave identitaria es un arma letal. Lo auguró Aznar expresando una velada amenaza: Catalunya se habrá roto antes de alcanzar la independencia.
Catalunya, empezando por su Gobierno y acabando por todos y cada uno de sus ciudadanos –piensen lo que piensen–, deben trabajar ferozmente contra la división y a favor de lo más preciado que tenemos, nuestra convivencia. Para que sigamos siendo un solo pueblo. Una de las maneras de hacerlo pasa porque todos defiendan sus posiciones armados de argumentos tan sólidos como sea posible. Lo que hoy se está produciendo no es un choque interno entre identidades, sino la reacción de una ciudadanía que se siente maltratada y menospreciada por un Estado que no da señal alguna de enmienda. El proceso soberanista lo impulsan causas diversas, y la principal es la exigencia de respeto.
Conjura contra el miedo
El soberanismo tiene que dialogar francamente con los catalanes que rechazan sus postulados o se debaten entre dudas, y desactivar el recelo y el miedo, dando buenas razones y dejando meridianamente claro, insistiendo en ello cuantas veces sea necesario, que ni el castellano ni quienes se sienten más españoles que catalanes van a tener por ello ningún problema en una eventual Catalunya independiente.
Necesitamos que la sociedad catalana hable consigo misma serenamente, civilizadamente. Y conjurarnos contra los que quieren empujarla hacia el recelo, el miedo y, finalmente, el enfrentamiento y la fractura. Por eso, por ejemplo, resultan deplorables los silbidos a Ramoncín por expresarse en castellano en el Concert per la Llibertat. En cambio, constituye un ejemplo del empeño por situar el debate en el terreno de la sensatez el libro Claus sobre la independència de Catalunya (editorial Comanegra) que ofrece respuestas –consensuadas entre un puñado de entidades con Òmnium al frente– a los interrogantes en torno a la independencia. El libro ha salido en catalán e inglés, y se prevé publicarlo en castellano tras el paréntesis estival.

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