Conjurar la fractura

Me alegré de que el programa de Jordi Évole que reunió hace unos días en La Sexta a Artur Mas y Felipe González resultara un éxito de audiencia. Porque muchas personas de dentro y de fuera de Catalunya que no siguen la política catalana tuvieron la ocasión de escuchar directamente, sin intermediarios ni manipulaciones, los argumentos del president de la Generalitat. También porque el pequeño reportaje que acompañaba al diálogo resultó demoledor para los prejuicios sobre el catalán y los catalanes. El programa demostró que del problema de Catalunya –que es en realidad el problema de España– se puede hablar de forma educada y razonable.
El programa Salvados del domingo día 2 fue, además, una muestra de buen periodismo. Y un ejercicio de higiene democrática, una vacuna contra las injurias y falsedades que se repiten a diario. De entre estas, las peores son las que forman parte del continuo intento, a menudo indisimulado, de romper la convivencia, de fracturar la sociedad catalana. De enfrentar a catalanes con catalanes.
Pienso que no es verdad, como sostienen algunos –con frecuencia deseosos de que efectivamente suceda–, que la sociedad catalana se encuentre dividida. Sí tengo claro, en cambio, que la principal fuerza del movimiento por el derecho a decidir es la extensión y solidez de su apoyo popular. Y es aquí, que nadie se engañe, donde Catalunya se juega el futuro. Por eso, aunque la cohesión social no se haya deteriorado de forma preocupante, hay que prestar mucha atención y prevenir el peligro.
A tal efecto deberá lograrse que aquellos catalanes más apegados a lo español no se sientan inquietos o amenazados por el proceso soberanista. Esto será así si se pone el acento en al menos dos elementos. El primero, aquella idea que en su momento hizo suya todo el catalanismo y que se resume en el lema Catalunya, un sol poble. Esta ha sido la piedra de toque hasta ahora, y tiene que seguir siéndolo. El segundo pasa por explicar que en el núcleo de las aspiraciones catalanas se halla la razón democrática y no una confrontación entre dos identidades.
Pese a haber sido señalados no pocas veces por portavoces políticos y cívicos del catalanismo –también por el president Mas –, es necesario insistir cuanto haga falta en los elementos señalados. Así, por ejemplo, cabe dejar claro y garantizar que los ciudadanos de una eventual Catalunya independiente no deberán renunciar a la lengua y la cultura españolas. Por supuesto, nadie puede ser forzado tampoco a dejar de sentir lo que siente. Hay que ser explícito en estos aspectos. Solo de este modo el soberanismo logrará evitar recelos y tensiones e incorporar a su causa a cada vez más ciudadanos que tienen el castellano como lengua habitual.

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