Carta a Feijóo, un any després

Apreciado señor Núñez Feijóo,

Me he decidido a escribirle por cumplirse el primer año de su ascenso a la presidencia del PP y porque en su día creí que ésa era una buena noticia, tanto para Catalunya como para España. Su fama de moderado hacía intuir, no solo a mí, sino a tantos otros aquí en Catalunya, que las cosas iban a cambiar, que iban a ser diferentes que con su antecesor, Pablo Casado, alguien manifiestamente poco preparado —tener una carrera no hace milagros; tampoco un máster, en especial si te lo han regalado.

Sus victorias electorales en Galicia parecían avalar tales esperanzas, a pesar de que, estará de acuerdo conmigo, el socialismo gallego no es un rival especialmente temible. Justamente que viniera de Galicia, de la periferia, dio pie a pensar también que era alguien no contaminado por el aire políticamente viciado de Madrid.

Empiezo por Catalunya porque es lo que más me interesa, amén de ser también un buen reflejo de lo que ha sido, a mis ojos, este primer año suyo como presidente del PP. Usted empezó bien, incluso pareció que con determinación, al recordar públicamente que Catalunya es una nacionalidad (es decir, una nación). Enseguida le llovieron las reconversiones e improperios de la prensa conservadora e imperial de Madrid, que tanto daño hace. A los que andan por ahí con la boca llena de Constitución parece que algunas partes de ella se les siguen atragantando.

Pero luego, cual vulgar Aznar, Casado o Ayuso, habló del “apartheid” lingüístico en Catalunya —olvidándose de su “catalanismo cordial”— y utilizó más tarde la supresión de la sedición como excusa —otra más— para boicotear la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Penoso, pues no se trataba más que de seguir manteniendo a gente afín al PP al mando del gobierno de los jueces. Hace poco, el prestigioso economista Antonio Cabrales tuvo que renunciar precipitadamente a su recién estrenado puesto en el Banco de España porque a ustedes no les gustó que tiempo atrás hubiera dado apoyo a su colega Clara Ponsatí. Cuando habla de Catalunya receta maquinalmente “reconciliación social” e impulso económico, es decir, intenta reforzar el cliché malintencionado de que —por culpa del independentismo— los catalanes estamos más peleados y en una situación económica peor que el conjunto de España. Algo manifiestamente falso.

En cuanto a las políticas de ámbito español, se hizo, con perdón, la picha un lío y dijo que había que bajar impuestos al estilo Ayuso, cuando toda Europa iba en sentido contrario. Luego, con la inflación desbocada votó en contra de subir las pensiones de acuerdo con el IPC y contra el impuesto extraordinario a la banca y las grandes eléctricas, pese a estar registrando impuestos estratosféricos. En un enredo similar se metió a cuenta del aborto, para luego ponerse de perfil. Sobre la ley trans y la del solo sí es sí, ciertamente ambas legítimamente discutibles, soltó una frase que denota mala educación y un clasismo injustificable al exigir al presidente Sánchez que deje de “molestar a la gente de bien” con esas paparruchadas. De nuevo, penoso.

Usted —quizá lo han rememorado en su almuerzo con Casado— fue presidente tras publicarse que este último había mandado investigar al hermano de Isabel Díaz Ayuso —una populista de verbo fácil y rotundo, además de grotescamente indocumentada—. Ayuso se cargó al mequetrefe de Casado en un plis plas. La mecánica interna del PP se puso en marcha automáticamente y usted tuvo que dejar Galicia para ponerse al frente del partido. No eran esos sus cálculos, pero, en fin, las cosas pasan cuando pasan.

Al final, usted, que en definitiva ascendió a la presidencia del PP porque se suponía que era la antítesis de Casado, resulta que se parece a él mucho más de lo que nadie imaginó. Al menos, nadie de los que no le conocía bien. Ciertamente, algunas voces gallegas ya alertaron de que era usted infinitamente más mediocre de lo que su propaganda decía.

Para empezar, no es un galleguista, como algunos quisieron presentarle. Sus vaivenes en relación a Catalunya lo demuestran.

Tampoco es alguien muy sólido: se ha amilanado enseguida —no sin hacer con frecuencia el ridículo— ante Ayuso, ante la derecha engominada que todavía acampada en el PP —y eso pese a todos los que se han apuntado a ese engendro que se llama Vox— y ante los medios vociferantes de Madrid. La cosa no acaba ahí: como Casado, ha renunciado a enfrentarse a Vox —que, con la moción de censura encabezada por el pobre Tamames, se dispone a hacerle un nuevo favor a Sánchez—. Y debiera combatir a Vox (y a los que en el PP son como ellos) por dos razones: en defensa de la democracia y, quizás para usted más importante, porque es lo que debe hacer si quiere gobernar. Pues, mientras usted duda, mientras usted exhibe sus vacilaciones, el PSOE mejora su atractivo —o atempera el rechazo— entre las gentes más sensatas de centro y centro-derecha.

A usted, en resumidas cuentas, le ha faltado —le falta— valentía y convicción, o, como dicen en Madrid, cuajo, para defender sus ideas supuestamente moderadas en lo ideológico y en lo territorial. (Es aquello que Shakespeare escribió en Julio César: mientras los valientes mueren una sola vez, los cobardes lo hacen muchas veces). No me extraña que cada vez que se ha enfrentado dialécticamente con Pedro Sánchez, un rival, es cierto, formidable y decidido a todo o a prácticamente a todo por imponerse, haya acabado usted siempre peor de lo que entró.

Existe, en relación a esto, una hipótesis, que a estas alturas ya no podemos seguir obviando. Reza esta que no es que usted carezca de agallas para sostener sus ideas: es que, en realidad, usted tiene pocas o muy pocas ideas políticas, en el sentido más profundo y serio del concepto, es decir, pocas convicciones firmes, de aquellas por las que uno estaría dispuesto a jugarse el tipo, es decir, su carrera política. Ojalá no sea cierto.

Atentamente,

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