Mesa de diálogo: medio bien, medio mal

Pedro Sánchez suspendió la mesa de diálogo con el Gobierno de la Generalitat hasta nueva órden, esto es, en principio, hasta después del mes de mayo (elecciones municipales y, en muchas partes, también autonómicas), suspensión que es prácticamente seguro que se alargará hasta pasados los comicios legislativos españoles de finales de este año.

Toca, pues, hacer balance. Antes, sin embargo, es necesario viajar a 2017. Aunque Oriol Junqueras y ERC empujaron con todas sus fuerzas para que Carles Puigdemont declarara simbólicamente la independencia, los republicanos enseguida se dieron cuenta de lo fundamental. Es decir, que el independentismo había sido derrotado, y que lo prioritario era restañar las heridas y volver a empezar. (Parece una conclusión absolutamente obvia, pero, increíblemente, hay un sector del independentismo incapaz, aún hoy, de interiorizarla). Obligatoriamente, el plan debía incluir socorrer a los mandos y soldados capturados y encarcelados, o que corrían el riesgo de serlo.

Llegó Pedro Sánchez al poder y ERC se dispuso a aprovechar la oportunidad. Sus votos eran necesarios en Madrid y, además, el enfoque del Ejecutivo PSOE-Unidas Podemos era distinto al del PP. Estaban abiertos a hablar. Se puso en marcha la célebre mesa de diálogo, de la que pronto quedaría descolgado Junts per Catalunya.

¿Qué objetivos albergaba ERC? En primer lugar, como formación independentista, no podía renunciar a perseguir la autodeterminación. En segundo lugar, se propuso reclamar la amnistía. La autodeterminación es algo, bien lo sabe Esquerra, que el PSOE nunca va a negociar. Por lo tanto, la atención y las energías pasaron a concentrarse en la amnistía. En seguida dejó claro el PSOE que la amnistía era impracticable como tal. Era imprescindible, pues, explorar caminos posibles, ser imaginativos para que los condenados y los perseguidos por la justicia recibieran el mejor trato posible.

La primera idea, la más clara, era el indulto. Sánchez accedió a ello, aunque fue parcial y los líderes independentistas presos siguieron inhabilitados, fuera del combate político. Quizás en la mente de Sánchez resonará el “ho tornarem a fer!”. El indulto se reducía a un puñado de líderes, muy relevantes, sí, como el propio Junqueras o Jordi Sànchez, pero no a los muchos encausados -entre los cuales, los considerados los arquitectos republicanos del 1-O, Josep Maria Jové y Lluís Salvadó- o en riesgo de serlo.

Había que seguir trabajando para conseguir lo más parecido a una amnistía que se pudiera alcanzar. Estaba de moda el término “desjudicialización”. Sin embargo, la fórmula finalmente adoptada iba más allá de los jueces y de los tribunales. Lo que se haría era cambiar el Código Penal. No ir al árbitro, sino al reglamento. La vía acordada por republicanos, socialistas y podemitas consistió en eliminar el delito de sedición e introducir cambios en los de malversación y desórdenes públicos, que condujeran a condenas más suaves.

Pero ni Manuel Marchena, presidente de la Sala de lo Penal del Supremo, ni la derecha judicial estaban dispuestos a pasar por el aro. Y acudiendo a la jurisprudencia para poder utilizar una interpretación muy amplia de la malversación con ánimo de lucro. Por eso, pese a la supresión de la sedición, Junqueras, por ejemplo, continúa inhabilitado hasta 2031. El desenlace resultó frustrante para el independentismo.

En España hay una parte muy importante de las cúpulas de los jueces no solo sublevada, sino también en constante forcejeo con el Ejecutivo. Dispuesta a frustrar, siempre que se le presente la ocasión, los planes de Sánchez. Justamente por eso había que ser técnicamente muy preciso al diseñar los cambios. No se hizo así -algo similar ocurrió con la llamada ley del ‘solo sí es sí’- y los togados hallaron enseguida el modo de poder continuar castigando duramente a los independentistas. Para que todo quedara meridianamente claro, Marchena y sus compañeros de tribunal, extralimitándose una vez más, cargaron con dureza contra la reforma del Código Penal impulsada por el Gobierno y ERC, alertando del peligro de que un nuevo 1-O quedara impune.

El balance resulta, pues, agridulce. Las cosas han salido medio bien o, si se prefiere, medio mal. Están los indultos y la derogación de la sedición, pero, en cambio, los togados antigubernamentales han logrado -gracias al inexplicable descuido de los arquitectos de la reforma del Código Penal- seguir acosando con inquina al ejército independentista vencido.

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