El líder y los imputados

Se está produciendo en Catalunya y España un auténtico alud de casos de supuesta corrupción política. No pasa día sin desagradables noticias en este frente. La gravedad de lo que se va conociendo se ve ineludiblemente amplificada por la terrible situación económica y social. La gente no solo se siente cansada y desilusionada, sino muy enfadada. Cabreada.
Es este un problema que interpela directamente a nuestros políticos. Ellos son los protagonistas de los escándalos, pero, al mismo tiempo, son quienes más pueden hacer para combatir el problema. Por ejemplo, actuando cuando en sus filas se produce un caso de corrupción. Pero eso, siendo imprescindible, no es tan fácil de hacer.
¿Debe dimitir de todos sus cargos una persona imputada (o acusada)? No soy partidario en este punto de generalizar ni de establecer normas únicas. Creo, en cambio, que antes de tomar una decisión debe analizarse cada caso individualmente y con detenimiento.
El político imputado puede optar por dejarlo todo o bien no dejar nada o solo algunos cargos y otros no. Deberá calibrar al menos dos factores, tanto si cree que va a ser condenado como si no: los costes que su decisión pueda acarrear a su organización y también los daños para él y su vida familiar.
Pero, ¿qué ocurre con el líder del partido, o con la persona sobre los hombros de la cual recae a la postre la responsabilidad de decidir qué hacer con el señor o señora imputado? ¿Cómo debe proceder? A mi entender, aunque, como veremos, no todo el mundo está de acuerdo, no se puede soslayar una primera y trascendental cuestión: ¿qué es lo que ha hecho? ¿Es culpable o no lo es? ¿En qué grado?
Supongamos que el líder concluye que el imputado es inocente, pues es el escenario que genera mayor complejidad. A continuación, el mandatario debe, le guste o no, calibrar si, aun así, tiene que entregar la cabeza de quien se encuentra en manos de la justicia. El dilema, esquemáticamente, es el siguiente: o echarlo porque lo exige la opinión pública o defenderlo pese a la erosión que ello pueda comportar (las soluciones a medias nacen de la combinación de ambas posibilidades). La política suele obligar a decisiones endiabladas, en que de lo que se trata es de elegir entre dos males.
No son pocos los que piensan que, considerando la extrema irritación ciudadana, no cabe ni siquiera plantearse el dilema: todo imputado –incluso toda persona sobre la que recaiga la sospecha– debe ser expulsado de la política. Aun a sabiendas de que seguramente se cometerán crueles injusticias y de que algunos o muchos inocentes serán sacrificados. Hay que cortar por lo sano, no hay más remedio, concluyen. Entiendo la gravedad del momento y el sentido de la drástica postura. Seguramente llevan razón los pragmáticos que recetan mano dura, lo admito. Sin embargo, no lo puedo evitar: a mí los linchamientos, por muy inevitables que sean, siguen dándome reparo.

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